miércoles, 27 de septiembre de 2017

Ya vienen

Ve con Bill, me dijeron. Solo iba de paso por este pueblo polvoriento pero no podía regresar con las manos vacías, después de tantos días fuera Nancy no me lo perdonaría.
La tienda de Bill y Martha no era otra cosa que un galerón lleno de chácharas de todo tipo pero ellos se sentían muy orgullosos de ésta. ¿Que cómo lo sé?, sencillo, me gusta platicar con la gente y Bill y Martha resultaron ser un par de viejitos de lo más agradables. Entré a la tienda y les pedí consejo de qué llevarle a mi esposa, sus recomendaciones no me gustaron tanto, pero me enteré que llevaban 40 años de casados, su casa estaba a un lado de la tienda y esta la habían recibido como regalo de bodas. Martha es una señora muy agradable, me invitó una rebanada de pastel de zanahoria y un café antes de dejarme vagar por su tienda.

La tienda tenía varios pasillos y algunas vitrinas, podríamos decir que había algo de orden en el caos. Había una sección de instrumentos musicales, otra de perfumes, una sección de adornos para el hogar de donde tomé un plato pintado a mano que estoy seguro que a Nancy le gustará. Me entretuve un rato viendo los utensilios de pesca y de ahí tomé un casco de plástico naranja del que me enamoré.

Estaba entretenido viendo los libros cuando entró un tipo alto y delgado. Lo vi discutir acaloradamente con Bill. Durante un momento el hombre se calló y Bill le soltó un discurso interminable de lo que significaba la tienda para él y Martha, contarle anécdotas de sus hijos jugando en la tienda, de navidades y cumpleaños ante la mirada impasible del tipo. Después de escucharlo tranquilamente empezó a sacar gruesos fajos de billetes de 100 dólares de su maleta. Ponía un fajo sobre el mostrador y miraba a Martha, esperaba unos cuantos segundos y procedía a sacar otro. Así estuvo hasta que se juntó una gran pila de dinero y Martha no aguantó más y soltó el llanto. En este momento el tipo simplemente dijo Gracias, tomen su dinero y váyanse por favor. Fui testigo de esta escena sin moverme ni decir nada y no estaba seguro que el tipo se hubiera dado cuenta que yo estaba ahí, pero en cuanto Bill y Martha salieron de la tienda volteó hacia mí y me dijo con voz autoritaria Tome lo que quiera y salga, vamos a derribar todo. Metí el plato y el casco en una bolsa, agarré un libro a la pasada y salí de la tienda apresuradamente.

Ni bien había salido cuando un par de pick-ups con 10 hombres con herramientas de construcción se estacionaron fuera de la tienda. El tipo alto salió y les ordenó Empiecen a tirar la tienda, la casa puede esperar, denles tiempo a que saquen sus cosas. Y los trabajadores con marro en mano empezaron a derruir todo.

Ya era tarde y estaba algo cansado, además el asunto este de la tienda había despertado mi curiosidad, me quedé un buen rato viendo como caían uno tras otro los marrazos sobre la tienda, implacablemente sin importarles las historias que estuvieran ahí encerradas, los recuerdos atesorados y la identidad de un pueblito de carretera. Los vecinos se juntaron a ver el espectáculo, nadie decía nada, tan solo los más grandes, sesentones, mostraban alguna expresión en sus rostros y con los ojos vidriosos se despedían callados de sus recuerdos. Pasada una hora decidí que ya había visto lo suficiente y me fui al hotel del pueblo a pasar la noche.

Ya amaneció y es hora de agarrar camino. Desayuné un par de huevos en la cafetería del hotelito. El café está sorprendentemente delicioso y la mesera lo sabe. Me mira con una sonrisa de orgullo mientras yo le daba los primeros sorbos a la taza. No había mucha gente en la cafetería, un par de mesas con comensales desayunando apresuradamente. Se notaban nerviosos y por lo que alcancé a escuchar Bill y Martha habían abandonado el pueblo la noche anterior sin despedirse de nadie y con rumbo desconocido.

Fui a ver qué había pasado con la tienda de Bill antes de tomar carretera y para mi sorpresa ya estaba todo derruido y solo quedaban unos cuantos escombros y su nuevo propietario sentado en una banca. Solo, en silencio.

Me ganó la curiosidad, estacioné mi carro y me dispuse a platicar con el hombre. Buenos días, le dije, el tipo procedió a mirarme por un par de segundos sin responder.
¿Qué pasó? ¿Por qué la urgencia de demolerlo todo? Pregunté sin mayor preámbulo. Esta vez volteó a verme fijamente y con una mirada triste me dijo
¡Ya empezó, ya vienen y no puedo desobedecerlos!
Y acto seguido empezó a sollozar.