Era una noche particularmente clara y sin luna, la vía láctea lucía imponente sobre la sierra de la Giganta. Tenía un par de meses que no salía de cacería, mi foringo se me había echado y no fue tan sencillo repararlo, me tuvieron que mandar las partes desde un yonque de Tijuana. La verdad lo que más disfrutaba de la cacería era dormir en el monte. El silencio, las estrellas, contrarrestar el vientecillo frío con una fogata, imaginarme que estaba 50 años atrás en el monte y sentirme un viajero en el tiempo. Todo eso me encantaba, la cacería era solo un pretexto para estar solo en el desierto.
Ya había arreglado mi tienda de campaña y ordenado todo, prendí la fogata para prepararme un chanatito y calentar los burritos que me había puesto de lonche mi mujer. Estaba terminando de colar el café cuando una luz intensa iluminó todo a mi alrededor. Pasaron varios segundos antes de que pudiera volver a ver normalmente, todo estaba igual, como si no hubiera pasado nada. Los mismos sonidos de animalitos de cuando en cuando, la misma oscuridad, a lo lejos aullaron unos coyotes, pero ni siquiera eso parecía fuera de lo normal. Por un momento pensé en ir a tratar de averiguar de dónde había venido la luz, pero después de pensarlo un poco concluí que no soy tan valiente. Después pensé en echar todo al carro y salir huyendo, pero de nuevo, después de pensarlo un poco concluí que no soy tan cobarde. Así que me senté, me persigné, y tomé un burrito para que se me pasara el susto.
Estaba por servirme el café cuando de entre las matas salió un tipo extraordinariamente alto, tal vez de más de dos metros. Caminaba lentamente, como si le costara trabajo levantar las piernas, llevaba unas botas que parecían ser demasiado calientes para una noche fresca de otoño, su pantalón parecía de mezclilla y llevaba una chamarra que igual se miraba demasiado abrigadora. Llevaba puesto un casco que le cubría toda la cabeza, este parecía estar relleno de un gas un poco fosforescente y no se alcanzaban a distinguir sus facciones. Se detuvo a escasos dos metros de donde me encontraba, empecé a respirar agitadamente y quise salir corriendo pero mis piernas no me obedecieron, sentí que iba a desmayarme y apenas atiné a sentarme. El visitante hizo lo mismo, lentamente se sentó en una piedra del otro lado de la fogata. No sé cuánto tiempo pasó, pero finalmente pude tranquilizarme, el café todavía estaba calientito y me serví una taza, le di un sorbo, serví otra taza e hice un gesto para invitarle a mi visitante. Se paró para tomarla, pude ver de cerca su enorme mano y no solo la piel se miraba diferente, sino que además tenía cuatro falanges, definitivamente no era humano. Abrió la mochila que traía en la espalda y sacó un instrumento que parecía electrónico. Metió la punta de este al café y presionó un botón. Un par de segundos después el aparatito encendió una luz azul. El gas dentro de su casco pareció iluminarse. Del casco emergió un tubo y a través de este mi visitante empezó a tomarse su café. El gas cambiaba de colores, parecía feliz.
Cuando nos terminamos el café nos quedamos viéndonos el uno al otro en silencio. Finalmente abrí la boca para decirle ¿Qué ondas, compa? ¿qué anda haciendo por acá? El visitante me respondió con sonidos en lo que supongo sería su lenguaje. No sé si él me entendería, pero a cada frase mía él me respondía con una andanada de sonidos que no se parecía a nada que hubiera escuchado antes. Así estuvimos ‘platicando’ un par de horas, hasta que, cosa increíble, me dio sueño. Saqué mi slepping de la casa de campaña y bajé otro del carro. Tendí ambos uno a un lado del otro, apagué la fogata y me acosté dentro de uno, el visitante hizo lo propio. Antes de que me quedara dormido el visitante me señaló hacia un lugar en el cielo, supongo que de allá vendría. Hice una seña con el pulgar hacia arriba y él respondió con un gesto similar, pero con el puño.
Cuando me desperté en la mañana mi compa parecía todavía dormido, tratando de hacer el menor ruido posible prendí la fogata y puse el café. Lo había terminado de colar cuando mi compa se levantó. Le acerqué su taza y esta vez la empezó a beber sin antes checarla con su aparatito. Cuando la hubo terminado, abrió su mochila, echó dentro la taza y sacó un papel con un dibujo y me lo dio. Me quitó mi gorra de Dodgers y también la echó a su mochila. El gas en su casco se iluminó más intensamente que antes, volvió a hacer la señal con el puño, se dio la media vuelta y caminando lentamente se alejó. No me atreví a seguirlo.
Días más tarde, después de revisar un rato el regalo que me había dado el visitante, me di cuenta de que no era otra cosa que una simple calcamonía, y por la imagen del tipo sosteniendo lo que parece ser una pelota supongo que será de su equipo deportivo favorito. Limpié bien la ventana trasera mi foringo y la pegué orgulloso. A los curiosos que me preguntan de dónde la saqué, por la imagen tan rara y porque brilla de noche, simplemente les digo me la regaló un compa que vive lejos.
Lo que ni el protagonista de esta historia, ni su visitante sabían, es que, en ese momento, mientras ellos compartían una taza de café, a cuarenta años luz, el
se convertía en campeón de liga por primera vez en 30 años, después de derrotar en la final a su eterno rival, el por un contundente marcador de 17-4.