¿Qué ondas contigo? , ¿Tú no bailas?
A veces, pero hoy no
¿Y esa cura?, ¿Cómo te llamas?
Rufino Viscond, soy de Austria, mintió sin
pensarlo
Más tarde
desnudos y cansados Rufino pensó Esta
vieja está bien pendeja, se creyó lo de que soy Austriaco. Lizbeth, por el
contrario, solo había tenido ganas de coger y estaba esperando desamodorrarse un
poco para agarrar camino para su casa.
Pasaron 3 semanas
antes de que volviera a verla. Se la encontró por pura casualidad haciendo cola
para pagar en la Walmart.
Rufino!, eit!,
¿Cómo estás, plebe?
Liz, oye que gusto, no pensé que fuera a volver a
verte, no me dejaste tu número
No te agüites, Tijuana es un pueblito
y ya ves, aquí estamos los dos. ¿Y qué ondas qué vas a comprar?
Solo un par de cosas para la casa. ¿Te parece si
nos vamos por un café? Le soltó de improvisto
Huuuy cuanta formalidad, ni parece que ya me has
visto bichi. Sí ándale vamos.
Rufino era un
niño bien venido a menos, las deudas de juego de su hermano habían acabado con
la fortuna de su padre y los había dejado prácticamente en la calle y así había
tomado la decisión de abandonar su natal Puebla y tratar de cruzar la frontera. Él tan orgulloso de lo mexicano que en los buenos tiempos nunca había querido
sacar su visa, ahora no estaba en condiciones de que se la otorgaran y se
maldecía por su terquedad. Como su padre lo había obligado a aprender inglés pudo
conseguir trabajo en un call center, y si bien la paga era poca, le servía para
sufragar sus gastos básicos y hasta le sobraba un poco para darse sus pequeños
gustos, como invitarle un café a Lizbeth.
Rufino no conocía
mujeres así, entronas y malhabladas y después de un rato de estar platicando
cayó en cuenta que Lizbeth ni le había creído que era de Austria ni era algo
que la hubiera impresionado. A decir verdad se sentía un poco incómodo por la
seguridad que ella irradiaba, pues no sabía
a ciencia cierta cómo comportarse. Ella, por el contrario, hablaba y se
reía con gran alegría y desparpajo. Al fin ella le soltó la pregunta
Morro, si
te doy mi teléfono me vas a marcar?
Sí claro, ¿cómo crees que no?
Bueno, entonces ahí te va, y me marcas el viernes
porque vamos a salir a bailar.
Tres meses
después ya vivían juntos y Rufino era más feliz que nunca, y aunque a veces se
veían un poco apretados de dinero, lo tomaban a la ligera y no hacían mayor
esfuerzo por ganar un dinero adicional al de sus respectivos sueldos. Así
estaban bien, se decían sin el menor resabio.
Meses después Rufino cayó enfermo, primero duró hospitalizado un par de semanas y luego lo mandó el doctor a su casa a convalecer. Durante todo ese tiempo Liz estuvo a su lado, se iba temprano a trabajar a la Samsung y en cuanto salía se regresaba derechito a su casa. Dejó de salir con sus amigas y si estas querían verla, tenían que visitarla en su casa. Esto también había tomado de sorpresa a Rufino, no se había imaginado que Liz fuera una mujer tan abnegada, pero ahí estaba ella, todos los días al pie del cañón cuidándolo, siempre sonriente y sin dejar que la vida la apachurrara. Finalmente la enfermedad cedió y Rufino pudo regresar a hacer su vida normal. Pero ya no eran la misma pareja que antes, ahora su relación se había templado con fuego y dos semanas después Rufino se metió a una Coppel, hipotecó un cacho de alma y salió feliz con un anillo de compromiso.
Consiguió quinientos pesos prestados con un amigo del call center y salieron a cenar a playas. Un restaurante bonito, la comida muy buena y unas velitas que ayudaban a darle un ambiente romántico a la cita. Liz estaba particularmente feliz ese día, habían sido varios meses sin salir y para su carácter tan bullicioso era como si la hubieran tenido en una olla de presión y no podía dejar de hablar y reír. Al fin Rufino se dió cuenta que no lo iba a dejar decir el discurso que traía preparado y sin mayor preámbulo le soltó
Liz, cásate conmigo le dijo enseñándole el anillo. Ella abrió los ojos grandes como lunas, se quedó callada como nunca, tomó aire, lo contuvo unos segundos y respondió.
Sí, me caso contigo mil veces respondió seria pero sumamente conmovida. ¡Ponme el anillo, menso! exclamó de pronto, recuperando su carácter habitual.
Esa noche no hablaron de planes de la boda, hablaron de planes de vida. De tener un hijo, de envejecer juntos, de ir a Sonora a conocer a la familia de Lizbeth y no dejaban de decirse el uno al otro que se completaban. El camino de regreso a casa se les hizo eterno, para variar estaban arreglando la avenida internacional y el tráfico estaba denso como chapopote. Cuando por fin llegaron a su cuarto empezaron a acariciarse y a quitarse la ropa con urgencia
Rufino...
Si mi amor?
Creo que me voy a morir de felicidad musitó ella y empezó a llorar. Él la abrazó, le secó las lagrimas a besos y así se quedaron dormidos.
Al día siguiente Liz le habló a su mamá y sus hermanas a Obregón y no tardaron mucho en convencerla que tenía que ir a casarse allá.
Dejen lo platico con Rufino y les aviso, pero de todos modos ya quedamos que vamos a ir para allá a que lo conozcan.
Rufino a todo le dijo que sí, estaba tan enamorado que se hubiera ido caminando si Liz se lo hubiera pedido. Pero no, ella era una mujer muy práctica y lo que quería era una boda lo más sencilla y barata posible porque siempre había pensado que un matrimonio tenía que tener una casa propia y ya había empezado a ver opciones y a pensar en el enganche, los puntos del Infonavit y todo eso.
Tres meses después estaban comprando su boleto de autobús rumbo a Obregón
Oye, ¿seguro que no vas a invitar a nadie a la boda?
No, mi mundo eres tú.
¿Y a tu hermano?
Rufino cerró los ojos y empezó a recordar la vida junto a su hermano, los años de la infancia llenos de juegos y felicidad con sus padres, las travesuras y después en la secundaria las novias, el equipo de futbol, los paseos con los amigos y tantas cosas que hacían su mundo perfecto hasta que murieron sus padres. Rodolfo, su hermano, ya era mayor de edad y quedó a cargo de la fortuna que les heredaron, y Rufino poco a poco lo vio caer en una espiral por su afición a las apuestas y en esa avalancha de problemas y malas decisiones lo arrastró hasta que terminó viviendo de arrimado en casa de un amigo y las únicas noticias que tenía de su hermano eran quejas de algún fraude que acababa de cometer o cuando lo iba a visitar al hospital después de las golpizas que de cuando en cuando recibía por no poder pagar sus deudas de juego. Con la mirada dolorida le respondió en voz baja casi susurrando.
No, a mi hermano menos que a nadie. No me despedí de él cuando me vine a Tijuana porque no quería que sus problemas me siguieran alcanzando. La persona que era en Puebla ya se murió. Mi vida empezó en Tijuana y de esa vida, él no forma parte.
Ella lo abrazó y le dijo en tono festivo para quitarle la tristeza
No te agüites!, yo tengo un chingo de primos, te presto un puño, les ponemos camisetas del Puebla y decimos que son tus parientes.
Él sonrió y respondió Eso suena como un buen plan.
En Obregón todo salió bien. Los padres de Liz tal vez miraban a Rufino con más curiosidad que lo normal, pero por otro lado ver por primera vez a tu yerno para la boda de tu hija debe de ser un poco incómodo. Sin embargo Rufino se sintió bienvenido y arropado por su nueva familia. Hasta por los primos, que se reían de él por ser más chapito que Liz. Incluso tres de ellos fueron cómplices de su prima y llegaron a la iglesia con camisetas del Puebla atacados de la risa ya con unas cheves encima.
La misa de bodas fue hermosa, Liz se parecía un ángel en un vestido de bodas lo más sencillo que se puedan imaginar, solo una pizca de maquillaje, una cola de caballo y una sonrisa que iluminaba la iglesia. La fiesta fue en casa de su tía Rosa que tenía un patio grandísimo y con un jardín muy bonito. Unos amigos de la prepa ahora tenían un conjunto y les regalaron la música, y así entre tíos, primos y amigos les hicieron una boda inolvidable, y sus ahorros se los gastaron en la luna de miel en San Carlos. De regreso en Tijuana, llenaron de fotos de la boda el cuartito que usaban como estudio, acomodaron los regalos que se trajeron de la boda y se prepararon para ser felices toda la vida.
Un buen día de abril, cuando ya llevaban un par de años de casados Liz cayó en cuenta de que ya se le había retrasado su periodo menstrual y su corazón empezó a latir bien fuerte. Le tomó un par de días más agarrar valor para comprar una prueba de embarazo. La cual marcó positivo. Con las manos temblorosas caminó hasta su cama, tomó el teléfono y con mucho trabajo le marcó a su mamá.
¡Amá, estoy embarazada! le soltó sin mayor preámbulo
¡Cállate! estás loca
No, no estoy loca, ¡estoy panzona!
Ay mijita que emoción, ¡voy a ser abuela!
Una hora después, ya habiendo hablado con sus primas, sus amigas de Obregón, su comadre Silvia, dos compañeras de la Samsung y su padrino Agustín, Liz cayó en cuenta que tal vez hubiera sido prudente haberle dicho primero a Rufino. Ahora ya, se dijo, ni modo que le vaya a durar mucho el coraje. Y prendió la tele tratando de que el tiempo se le fuera más rápido.
Rufino llegó un par de horas después, venía muy contento porque olían muy rico los tamales que acaba de comprar en el Calimax y planeaba pegarse una atascada. Sin sospechar lo que le esperaba abrió la puerta solo para recibir un baldazo de felicidad. Y después, eso sí, procedió a comerse los tamales.
Los minutos transcurrían espesos como aceite, el Dr. le pidió que abandonara la sala de parto de manera urgente y desde fuera veía gran actividad, preocupación en los rostros pero todo esto parecía tan irreal. Se sentía aturdido y apenas si escuchaba las voces a lo lejos.
Cuando el doctor salió y le confirmó sus temores el tiempo dejó de tener sentido. ¿muertos?, ¿que significaba muertos?, que alguien por favor ajuste la pantalla porque todo se ve borroso y no entiendo lo que dicen.
Cuando por fin recuperó la conciencia estaba en su casa solo. No sabía cuanto tiempo había pasado ni qué había hecho. Se asustó un poco cuando vio la escopeta en sus manos pero decidió no soltarla, de alguna manera actuaba como un sedante para ese dolor tan intenso que sentía en todo el cuerpo. Abrió la puerta, estaba amaneciendo, y para su sorpresa todo estaba tranquilo, un par de perros por la calle y una calafia desvencijada que iba a una velocidad mayor a la debida y eso era todo. Pensó por un momento que se iba a encontrar rodeado de policías como en las películas de Hollywood, sin embargo estaba solo.
Habían pasado días sin que nadie supiera de él, y sus amigos del call center le hablaron a la policía. Lo encontraron muerto tirado en la sala de su casa, abrazado a la escopeta sin disparar.
Parece suicidio dijo un paramédico. Habrá que hacerle la autopsia.
No batallen dijo un policía del barrio que lo conocía. No van a encontrar nada, este se murió de amor.
Meses después Rufino cayó enfermo, primero duró hospitalizado un par de semanas y luego lo mandó el doctor a su casa a convalecer. Durante todo ese tiempo Liz estuvo a su lado, se iba temprano a trabajar a la Samsung y en cuanto salía se regresaba derechito a su casa. Dejó de salir con sus amigas y si estas querían verla, tenían que visitarla en su casa. Esto también había tomado de sorpresa a Rufino, no se había imaginado que Liz fuera una mujer tan abnegada, pero ahí estaba ella, todos los días al pie del cañón cuidándolo, siempre sonriente y sin dejar que la vida la apachurrara. Finalmente la enfermedad cedió y Rufino pudo regresar a hacer su vida normal. Pero ya no eran la misma pareja que antes, ahora su relación se había templado con fuego y dos semanas después Rufino se metió a una Coppel, hipotecó un cacho de alma y salió feliz con un anillo de compromiso.
Consiguió quinientos pesos prestados con un amigo del call center y salieron a cenar a playas. Un restaurante bonito, la comida muy buena y unas velitas que ayudaban a darle un ambiente romántico a la cita. Liz estaba particularmente feliz ese día, habían sido varios meses sin salir y para su carácter tan bullicioso era como si la hubieran tenido en una olla de presión y no podía dejar de hablar y reír. Al fin Rufino se dió cuenta que no lo iba a dejar decir el discurso que traía preparado y sin mayor preámbulo le soltó
Liz, cásate conmigo le dijo enseñándole el anillo. Ella abrió los ojos grandes como lunas, se quedó callada como nunca, tomó aire, lo contuvo unos segundos y respondió.
Sí, me caso contigo mil veces respondió seria pero sumamente conmovida. ¡Ponme el anillo, menso! exclamó de pronto, recuperando su carácter habitual.
Esa noche no hablaron de planes de la boda, hablaron de planes de vida. De tener un hijo, de envejecer juntos, de ir a Sonora a conocer a la familia de Lizbeth y no dejaban de decirse el uno al otro que se completaban. El camino de regreso a casa se les hizo eterno, para variar estaban arreglando la avenida internacional y el tráfico estaba denso como chapopote. Cuando por fin llegaron a su cuarto empezaron a acariciarse y a quitarse la ropa con urgencia
Rufino...
Si mi amor?
Creo que me voy a morir de felicidad musitó ella y empezó a llorar. Él la abrazó, le secó las lagrimas a besos y así se quedaron dormidos.
Al día siguiente Liz le habló a su mamá y sus hermanas a Obregón y no tardaron mucho en convencerla que tenía que ir a casarse allá.
Dejen lo platico con Rufino y les aviso, pero de todos modos ya quedamos que vamos a ir para allá a que lo conozcan.
Rufino a todo le dijo que sí, estaba tan enamorado que se hubiera ido caminando si Liz se lo hubiera pedido. Pero no, ella era una mujer muy práctica y lo que quería era una boda lo más sencilla y barata posible porque siempre había pensado que un matrimonio tenía que tener una casa propia y ya había empezado a ver opciones y a pensar en el enganche, los puntos del Infonavit y todo eso.
Tres meses después estaban comprando su boleto de autobús rumbo a Obregón
Oye, ¿seguro que no vas a invitar a nadie a la boda?
No, mi mundo eres tú.
¿Y a tu hermano?
Rufino cerró los ojos y empezó a recordar la vida junto a su hermano, los años de la infancia llenos de juegos y felicidad con sus padres, las travesuras y después en la secundaria las novias, el equipo de futbol, los paseos con los amigos y tantas cosas que hacían su mundo perfecto hasta que murieron sus padres. Rodolfo, su hermano, ya era mayor de edad y quedó a cargo de la fortuna que les heredaron, y Rufino poco a poco lo vio caer en una espiral por su afición a las apuestas y en esa avalancha de problemas y malas decisiones lo arrastró hasta que terminó viviendo de arrimado en casa de un amigo y las únicas noticias que tenía de su hermano eran quejas de algún fraude que acababa de cometer o cuando lo iba a visitar al hospital después de las golpizas que de cuando en cuando recibía por no poder pagar sus deudas de juego. Con la mirada dolorida le respondió en voz baja casi susurrando.
No, a mi hermano menos que a nadie. No me despedí de él cuando me vine a Tijuana porque no quería que sus problemas me siguieran alcanzando. La persona que era en Puebla ya se murió. Mi vida empezó en Tijuana y de esa vida, él no forma parte.
Ella lo abrazó y le dijo en tono festivo para quitarle la tristeza
No te agüites!, yo tengo un chingo de primos, te presto un puño, les ponemos camisetas del Puebla y decimos que son tus parientes.
Él sonrió y respondió Eso suena como un buen plan.
En Obregón todo salió bien. Los padres de Liz tal vez miraban a Rufino con más curiosidad que lo normal, pero por otro lado ver por primera vez a tu yerno para la boda de tu hija debe de ser un poco incómodo. Sin embargo Rufino se sintió bienvenido y arropado por su nueva familia. Hasta por los primos, que se reían de él por ser más chapito que Liz. Incluso tres de ellos fueron cómplices de su prima y llegaron a la iglesia con camisetas del Puebla atacados de la risa ya con unas cheves encima.
La misa de bodas fue hermosa, Liz se parecía un ángel en un vestido de bodas lo más sencillo que se puedan imaginar, solo una pizca de maquillaje, una cola de caballo y una sonrisa que iluminaba la iglesia. La fiesta fue en casa de su tía Rosa que tenía un patio grandísimo y con un jardín muy bonito. Unos amigos de la prepa ahora tenían un conjunto y les regalaron la música, y así entre tíos, primos y amigos les hicieron una boda inolvidable, y sus ahorros se los gastaron en la luna de miel en San Carlos. De regreso en Tijuana, llenaron de fotos de la boda el cuartito que usaban como estudio, acomodaron los regalos que se trajeron de la boda y se prepararon para ser felices toda la vida.
Un buen día de abril, cuando ya llevaban un par de años de casados Liz cayó en cuenta de que ya se le había retrasado su periodo menstrual y su corazón empezó a latir bien fuerte. Le tomó un par de días más agarrar valor para comprar una prueba de embarazo. La cual marcó positivo. Con las manos temblorosas caminó hasta su cama, tomó el teléfono y con mucho trabajo le marcó a su mamá.
¡Amá, estoy embarazada! le soltó sin mayor preámbulo
¡Cállate! estás loca
No, no estoy loca, ¡estoy panzona!
Ay mijita que emoción, ¡voy a ser abuela!
Una hora después, ya habiendo hablado con sus primas, sus amigas de Obregón, su comadre Silvia, dos compañeras de la Samsung y su padrino Agustín, Liz cayó en cuenta que tal vez hubiera sido prudente haberle dicho primero a Rufino. Ahora ya, se dijo, ni modo que le vaya a durar mucho el coraje. Y prendió la tele tratando de que el tiempo se le fuera más rápido.
Rufino llegó un par de horas después, venía muy contento porque olían muy rico los tamales que acaba de comprar en el Calimax y planeaba pegarse una atascada. Sin sospechar lo que le esperaba abrió la puerta solo para recibir un baldazo de felicidad. Y después, eso sí, procedió a comerse los tamales.
Los minutos transcurrían espesos como aceite, el Dr. le pidió que abandonara la sala de parto de manera urgente y desde fuera veía gran actividad, preocupación en los rostros pero todo esto parecía tan irreal. Se sentía aturdido y apenas si escuchaba las voces a lo lejos.
Cuando el doctor salió y le confirmó sus temores el tiempo dejó de tener sentido. ¿muertos?, ¿que significaba muertos?, que alguien por favor ajuste la pantalla porque todo se ve borroso y no entiendo lo que dicen.
Cuando por fin recuperó la conciencia estaba en su casa solo. No sabía cuanto tiempo había pasado ni qué había hecho. Se asustó un poco cuando vio la escopeta en sus manos pero decidió no soltarla, de alguna manera actuaba como un sedante para ese dolor tan intenso que sentía en todo el cuerpo. Abrió la puerta, estaba amaneciendo, y para su sorpresa todo estaba tranquilo, un par de perros por la calle y una calafia desvencijada que iba a una velocidad mayor a la debida y eso era todo. Pensó por un momento que se iba a encontrar rodeado de policías como en las películas de Hollywood, sin embargo estaba solo.
Habían pasado días sin que nadie supiera de él, y sus amigos del call center le hablaron a la policía. Lo encontraron muerto tirado en la sala de su casa, abrazado a la escopeta sin disparar.
Parece suicidio dijo un paramédico. Habrá que hacerle la autopsia.
No batallen dijo un policía del barrio que lo conocía. No van a encontrar nada, este se murió de amor.