lunes, 26 de marzo de 2018

La leyenda del Ejidatario Joe

Joe llegó a Obregón una calurosa tarde de agosto. Estacionó su pick-up afuera de un hotel, se bajó con su sombrero puesto y sus lentes para el sol, miró hacia todos lados examinando el lugar y con un gesto de aprobación procedió a entrar a registrarse.

Un par de años después Joe ya no era precisamente un fuereño, había comprado algunas hectáreas de tierra fértil y se dedicaba a plantar papa cerca de Quetchehueca. Todavía seguía siendo un foráneo y tal vez lo sería para toda la vida, pero ya tenía un par de amigos y había aprendido a hacer tortillas de harina. Le gustaba caminar por las calles del pueblito y saludar a todo mundo en su español medio mocho que los lugareños le respondían divertidos.

Para los lugareños era un misterio  por qué Joe había dejado su natal Texas y se había mudado a Quetchehueca; incluso Joe no estaba muy convencido de las razones que se daba cuando trataba de explicarse su mudanza a Sonora; a veces extrañaba su rancho, pero recordaba a sus vecinos y procedía a servirse una taza de café, sonriente por su decisión.

Adelina tenía un par de años de haber enviudado cuando comenzó a tratar a Joe. Lo conoció en una junta ejidal de esas a las que Joe le gustaba tanto asistir. Joe no era miembro del ejido, pero quería serlo, pensaba que ese era el último paso para que dejaran de considerarlo un fuereño. El problema es que las tierras de Joe no eran ejidales y no existía un procedimiento legal para reintegrarlas al ejido. Eso no desanimaba a Joe que cada quince días puntualmente iba a Obregón a hablar con el abogado para ver si había manera de que lo incorporaran al ejido. En Quetchehueca encontraban muy divertida la insistencia de Joe y, como suele suceder en lo pueblos pequeños le pusieron un apodo; El Ejidatario Joe. Esto hizo a Joe muy feliz pues lo hizo sentirse más del pueblo y en la entrada de su rancho mandó poner un gran letrero de madera y hierro que se leía; Ejidatario Joe, Rancho Sonorense

Una tarde pasó Adelina caminando por afuera de la casa de Joe, él estaba en el porche viendo la vida pasar; como era un hombre amable, la saludó y le invitó una taza de café y unas coyotas, Adelina aceptó divertida y se quedó un par de horas platicando, riéndose y haciéndole muchas preguntas a Joe que le respondía muy serio. A Adelina le gustaba estar con Joe, dentro de su seriedad tenía un humor extraño que la hacía reír mucho y además trataba muy bien a su hijo; así, poco a poco empezaron a pasar más tiempo juntos hasta que terminaron casados como Dios manda.

Como se casaron por bienes mancomunados y las tierras de Adelina eran ejidales, ahora sí Joe era un ejidatario hecho y derecho y se sentía muy orgulloso cuando opinaba en las juntas ejidales, con su español ya casi perfecto, pero todavía con un acento que lo delataba como gringo y no como güero de rancho.

Pasaron seis años cuando una tarde llegó una troca con dos de los antiguos vecinos de Joe a visitarlo, se veían preocupados y algo importante tendrían que decirle pues habían hecho el viaje desde Texas. Joe los abrazó con gusto pero cuando empezaron a hablar Joe se asustó pues no entendía nada

- Joe, ¿qué pasa?, ¿qué quieren estas personas?
- No te preocupes, son mis amigos de Texas
- Ahh y ¿qué quieren? 
- No sé, no les entiendo
- ¿Qué quieres decir?
- Se me olvidó el inglés
- ¿Cómo que se te olvidó el inglés?
- ¡Pues se me olvidó! ¿qué quieres que te diga?

Adelina, como buena anfitriona sonorense, los invitó a pasar a cenar, todos estaban muy confundidos pero a como Dios les dio a entender quedaron en verse al día siguiente en Obregón donde el notario los ayudó a comunicarse y Joe les firmó la carta poder que sus amigos requerían para hacer un camino que atravesara sus tierras en Texas.

 Al día siguiente ya de vuelta en casa, Joe se sentó como acostumbraba en el porche a tomarse un café y Adelina le preguntó preocupada

- Joe ¿te sientes bien?
- Sí, ¿por qué?
- Se te olvidó el inglés
- Ah sí, no importa
- ¿no importa?
- no, ven, siéntate aquí conmigo
- deja voy por mi café
- aprovecha el viaje y sírveme otro poquito

Y así, Adelina regresó con un par de tazas de café, se sentó con su marido, y no se volvieron a preocupar más del asunto.

 


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