Cuando era niño, todos aprendíamos a nadar en el Canal, y era casi tan natural como aprender a caminar, simplemente tenías que hacerlo, no había opción. A mí me agarró mi apá y me aventó al centro del canal. Cuando salí a como dios me dio a entender, me volvió a agarrar y ahí voy volando de nuevo al agua. Y así fue mi curso intensivo de natación.
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El Canal |
El canal se llenaba de chamacos en los días calurosos de verano, había un trampolín improvisado y los más valientes eran los que se aventaban clavados desde ahí. Otro de los grandes retos era atravesar de lado a lado la parte más ancha, pegada a la calle, a lo lejos me parece recordar que le decíamos el comal. Confieso que hasta donde me alcanza la memoria, nunca me atreví.
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La Pocita |
Ya cuando íbamos en la secundaria cambiamos el canal por la Pocita, ahí llegábamos en bicicleta y a
veces, muy de vez en cuando, conseguíamos un carro prestado para ir a nadar. En la pocita era más común ver familias completas disfrutando del agua fresca, con los niños correteando en las zonas más bajitas sin mayor peligro, excepto que una jaiba les agarrara un dedo.
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La Isla |
Ya en la prepa te graduabas a ir a nadar a la Isla. Ahí el reto era aventarte clavados de los gaviones o de la estructura metálica que unía los dos gaviones centrales. No era sencillo tirarte por primera vez, el agua se miraba oscura y fría, anunciando un fondo lejano. Pero de nuevo, si ya habías llegado hasta ahí, era algo que tenías que hacer; agarrabas aire y valor de donde se pudiera y te aventabas a como Dios te diera a entender.
Una vez pasado el susto inicial, salías del agua jubiloso por el choque de adrenalina y repetías el proceso tres o cuatro veces más, hasta que iba desapareciendo la emoción, señal de que era momento de descansar, y algunas veces, de tomarte una cerveza.
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