miércoles, 4 de octubre de 2017

La muerte del Obispo

Siempre pensé que Dios me había jugado una mala broma cuando decidió concederme este don. Pero ¿quién soy yo para cuestionar sus designios? Debo de haber tenido unos 10 años cuando empezó a manifestarse, pero fue hasta los 18 que terminó de madurar hasta tomar su forma actual.

Tal vez lo correcto sería llamarla maldición en vez de don pues nunca me había traído otra cosa que desgracia y dolor. Y es que puedo leer los pensamientos de otras personas, pero solamente cuando están pasando por momentos de gran tensión y angustia. Y esta se me contagia, como si el leer sus pensamientos les sirviera de desfogue y su pena fuera menor al compartirla. Pero a mí me deja agotado púes voy por la vida amortiguando penas ajenas sin poder evitarlo.

A Jana la hija de mi vecina la conozco desde pequeñita, siempre ha sido una niña muy linda y estamos muy encariñados. A veces cuando su mamá tiene que salir la deja conmigo y nos divertimos mucho leyendo cuentos o jugando. Estar con ella es un descanso pues siempre está de buen humor y me contagia de alegría, lo cual me ayuda a liberar las tensiones y temores que voy levantando por la calle durante el día.

Jana acaba de cumplir diez años y Helga, su mamá, la empezó a mandar al catecismo como es normal en los niños de esa edad. Helga estaba feliz y orgullosa pues el obispo se había encariñado con Jana y le daba clases especiales cuando los demás niños ya se habían ido. A Jana esto no le parecía tan divertido y con el paso de los días empecé a sentir su angustia. Sin embargo no podía leer sus pensamientos. Esto me tranquilizaba un poco pues suponía que no debía de ser nada grave. Además no estaba seguro de que fuera algo relacionado con el catecismo, tal vez era simple coincidencia y tuviera problemas en la escuela o en su clase de cerámica.

Como no podía leer sus pensamientos y cada vez la sentía más angustiada, intenté que me contara qué le pasaba, pero ella simplemente me miraba fijamente y me abrazaba. Y así fui sintiendo su dolor cada vez más fuerte y más oscuro. Había días en los que me quedaba tirado durante horas después de abrazar a Jana, sin fuerzas y con ganas de llorar sin saber por qué, tan solo estaba seguro de que le estaba pasando algo malo.

Llegaron las vacaciones y Jana se iría a pasarlas a casa de unos tíos en otra ciudad.  Llegó muy contenta a despedirse y antes de abrazarme me dijo, Ahora sí te voy a decir. Y antes de pudiera preguntarle algo me abrazó y le abrió la llave a sus pensamientos. Entonces lo vi todo, en su completa, cruel y terrible inmundicia.

Horrorizado la tomé de los hombros y la vi a los ojos, 
- No te había dicho nada porque te estaba cuidando. No te preocupes, iré de vacaciones y estaré bien.
- Cuando regreses también estarás bien, apenas si atiné a decirle
- Yo sé, me respondió y salió corriendo sonriente, pues Helga le gritaba que se apurara.

Pasé los siguientes dos días encerrado llorando. En cuanto recuperé mis fuerzas salí a la ferretería y compré un marro de construcción, grande y pesado. Esperé a que oscureciera y entré a casa del obispo por el jardín trasero. Para mi fortuna la puerta de la cocina estaba sin llave y se alcanzaba a oír el ruido de la lavadora, supuse que la sirvienta estaría ahí y procurando no hacer ruido procedí a la búsqueda de la habitación del obispo.

Fue sencillo encontrarla, la casa si bien era elegante, no era demasiado grande. Tres recamaras, biblioteca, cuarto de oración, sala, cocina, comedor y cuarto de lavar. Entré al cuarto y me escondí detrás de la cortina a esperar que llegara el obispo. Los minutos corrían lento pero no me iba a desesperar. Que se tardara lo que quisiera, el resultado será el mismo. Finalmente llegó, lo oí desearle las buenas noches a su sirvienta y después cambiarse de ropa para dormir.

Prendió la lámpara de noche, se sentó en la cama y se dispuso a rezar. Lo observé un par de minutos rogar por el perdón de sus pecados. Sigilosamente salí de mi escondite, no me vio venir pues tenía los ojos cerrados y estaba concentrado en su oración, lleno de divino fervor. El primer marrazo se lo di en una rodilla. Cayó al suelo gritando retorciéndose del dolor sin saber todavía que estaba sucediendo. Me di la vuelta y caminé hacia la puerta, era una puerta grande, pesada y vieja, como de hacienda. Corrí el cerrojo y proseguí con mi tarea.

El obispo gritaba como marrano y me preguntaba por qué hacía eso. Yo no tenía humor de hablar con él, levanté de nuevo el marro y le destrocé la otra rodilla. Los marrazos caían sobre sus piernas uno tras otro a un ritmo constante, su terror fue aumentando hasta que pude leer su mente. Supongo que ya se habría dado cuenta que no iba a salir con vida pues lo que vi fue una larga colección de actos terribles que desfilaban a lo largo de la vida de tan infausto personaje.

Cuando dejé de darle en las piernas y los marrazos subieron a su torso el obispo ya no tenía fuerzas para gritar, afuera de la habitación, la sirvienta seguía gritando como loca y me advertía que la policía ya venía en camino y que Dios no me perdonaría lo que estaba haciendo.

Finalmente veinte minutos después llegó la policía; yo ya había terminado con la cabeza y me estaba asegurando de que no le quedara un solo hueso sano.
- ¡Abre la puerta y deja salir al obispo! ladró el policía desde afuera
- El señor obispo ya está con su creador le respondí tranquilamente
- ¡Abre la puerta y sal con las manos en alto o vamos a entrar por ti!  dijo el policía sin mucha convicción.
- Entren si quieren, pero aquí nos vamos a morir todos, y que Dios nos perdone dije tomando el marro con mi mano izquierda mientras con la derecha me santiguaba.

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